martes, 4 de agosto de 2015

Caracteres de los Principales personajes de Enriquillo

Aunque son muchos los personajes nombrados en la Novela, solamente mencionaré los más significativos. El estudio no es fácil, ni tampoco será exhaustivo, pero no dudo supondrá una modesta aportación  a nuestra literatura dominicana.

Anacaona.- Viuda del valeroso Caonabó, cacique de Maguana, era la hermana de Bohechío, cacique de Jaragua; pero por su talento superior era la que reinaba, hallándose todo sometido a su amable influencia, incluso el cacique soberano ( Nota 1).

El autor quiere ponernos en antecedentes sobre la bondad de los indios, personificada en esa reina a quienes todos rendían pleitesía. Porque no le faltaba talento (“talento superior”), ni hermosura, ni amabilidad (“soberana hermosa y amable”).

Estos epítetos, o más bien rasgos de esa reina que sintetiza a los indios, vienen repetidos por el autor una y otra vez, como cuando insiste: “Reina adorada de sus súbditos, mujer extraordinaria, tesoro de hermosura y de gracias”.

Si el propósito del autor fuera darnos a conocer los rasgos propios de una mujer, hubiera abundado más en epítetos o caracterología. Pero la finalidad es poner de manifiesto la crueldad del dominador, llegando con estos escasos, pero bien estudiados rasgos a agudizar la antítesis final: “muere en horca infame la encantadora y benéfica reina”. (Primera parte, Cap. 1)

Fray Nicolás de Ovando.- “Fuerza no es fijar la consideración en lo poco simpática figura del adusto comendador Fray Nicolás de Ovando, autor de la referida catástrofe”; “es de despiadada rigidez en sus principios de gobierno”, “hombre de hierro”, “sanguinario comendador” (Primera parte, cap. 5, pp. 23-24).
Altivo, soberbio, despiadado, sanguinario, hombre de hierro, figura antipática  de despiadada rigidez en sus principios de gobierno, carácter árido y obstinado.
Es la antítesis de Anacaona, a cuya hija (magnum mysterium) rodeaba de las más delicadas atenciones.
“De otro se hubiera podido sospechar que el amor entrara en ese contraste”. No así de Ovando, por “la austeridad de sus costumbres y la pureza con que observaba sus votos”. (Primera parte, Cap. 1)
“Altivo y soberbio como era, se obstinó en su propósito de dejar el aborrecido grande hombre (Colón) desamparado y presa de todos los sufrimientos imaginables” (Primera parte, Cap.1, pp. 7-13)

Higuemota.- “La célebre Higuemota, o Doña Ana, viuda con una hija de tierna edad del apuesto y desgraciado Hernando de Ghevara” era la “joven y hechicera hija de Anacaona”.
Higuemota, aunque cristiana, no estaba exenta de las creencias míticas y de apariciones de difuntos, como en el caso en el que se le presenta Guaroa, a quien creía muerto en la matanza. (Primera parte, Cap. I, pp. 7-13).

Una vez más, el autor quiere poner de manifiesto la bondad natural del indio, ante la crueldad del dominador: “El arte de mentir era totalmente desconocido a la sencilla y condorosa Higuemota” (Primera parte, Cap. IV, pp. 20-23), llegando la situación a su clímax, cuando enfatiza Guaroa a su prima: “Dejaste de ser india desde que te bautizaste y te diste a Don Hernando, que era tan bueno como sólo he conocido otros dos blancos, Don Diego y Don Bartolomé (los dos hermanos de Colón)”  (Primera parte, Cap.I, pp. 7-13).

No son los blancos buenos, a pesar de las excepciones que confirman la regla. Los blancos son malos. Este es el significado. Higuemota es nuevamente esa bondad del indio pisoteado que connaturaliza con la adversidad e infortunio de la esclavitud y no puede sobrevivir a una sensación brusca de júbilo: “Su corazón, desgarrado por todas las penas, connaturalizado con la adversidad, no pudo resistir la violencia de un arranque momentáneo y expansivo de alegría, una brusca sensación de júbilo; y su alma, pura, acostumbrada a la aflicción y al abatimiento, sólo se reanimó un breve instante para volar a los cielos” (Primera parte,  Cap. XXX, pp. 110-112).

Guaroa.- Primo de Higuemota, era alto, fornido, de aspecto manso y mirada expresiva.
El autor no pierde oportunidad para abundar en el ya analizado contraste entre la amabilidad natural del indio y el dominio exterminador del conquistador. “Yo no soy cristiano, dirá, pero tampoco sé aborrecer a nadie, ni comprendo cómo los que se llaman cristianos son tan malos con los de mi raza, cuando su Dios es tan manso y tan bueno. Huyo de la muerte y huyo de la esclavitud” (Primera parte, Cap. I,  pp. 7-13).

Esta afirmación de que no sabe aborrecer a nadie no se compadece con el odio al gobernador, a quien en modo alguno puede perdonar: “El prudente y generoso Guaroa rinde a sus huestes en pro de la tribu, pero su “irrevocable resolución” contesta: Pero yo no perdono al gobernador, y SI DE VIVIR SOMETIDO A ÉL, MEJOR QUIERO MORIR”.

¿Hay contradicción en el retrato del personaje? En modo alguno. Desde la confirmación de lo anteriormente expresé: esta serie de personajes, todos de semejantes rasgos, no son expresiones individuales, antes bien reflejos plásticos de una raza que no puede sobrevivir a la vil esclavitud del extranjero: “Muero libre”, dijo matándose a sí mismo (primera parte, Cap. XIV, pp. 56-59),  antes de caer en manos del vil extranjero.

Diego Colón.- Gobernador de la Española. Es el lado opuesto de su antecesor Nicolás de Ovando. Hombre sincero, leal y sin doblez, franco y generoso, fiel guardador de su palabra.
“Educado Don Diego en el de los Reyes Católicos, su carácter leal y sin doblez le había preservado de la corrupción ordinaria de las cortes: “Sus cualidades morales, al par que su despejado talento y la distinción de toda su persona, dotada de singular gracia y apostura, hacían de él un cumplido caballero, digno por todos conceptos del grande apellido que llevaba y de sus altos destinos”. Primera parte, Cap. XXIII, pp. 83-86).

Ante los reparos de su hermana Fernando de presentarse en público, cuando había hecho anunciar en palacio que estaba enfermo, lo acalló, diciéndole que él no sabía fingir. Y el comendador Don Fernando de Toledo diría a su hija María: “Felicita al almirante Don Diego por su dignidad  y entereza”. (Primera parte, Cap. XIV, pp. 86-89)

Su propia esposa Doña María de Toledo afirmaría: “Mi esposo es demasiado fiel guardador de sus propios compromisos, muy esclavo de su palabra, cuando la empeña” (Segunda parte, Cap. II, pp. 123-127).

“Es una fortuna que el Almirante sea tan bonachón” (Segunda parte, Cap. II, pp. 123-127
Con todo, “Ya sabemos que Diego Colón había llegado a ese periodo de los hombres de gobierno en que la razón política es la soberana razón” (Segunda parte, Cap. XXXVII, pp. 242-247) y cuando “Las Casas acudía a reclamar contra los desafueros (en Cuba) sus quejas se estrellaban en la escasa rectitud del gobernante que, por debilidad verdadera y so color de razón política disimulaba cuidadosamente su disgusto a los infractores, y se abstenía de castigarlos”. (Segunda parte, Cap. XXXVIII, pp. 247-249).

Don Francisco de Valenzuela.- Hombre íntegro y venerable” (Primera parte, Cap. XVII, pp. 67-68). “Otro Las Casas”, diría Mojica (Primera parte, Cap. XVIII pp. 68-69).

“A dormir, en rigor de verdad, el buen anciano Valenzuela, como duermen aquellos que, llegados a la madurez de la vida con limpia conciencia, y complaciéndose en dedicar el resto de su actividad y de sus fuerzas a la práctica eficaz del bien, llevan en el corazón la serenidad y la alegría, y hallan en un sueño reparador y profundo el primer galardón de sus buenas obras, y en las imágenes gratas y risueñas que en tal estado les ofrece su jubilosa fantasía, como una anticipación de la beatitud celeste reservada a los juntos”. Tercera parte, Cap. V, pp. 277-281)
Su honradez era patente aún en las altas esferas: “Nos ofende, Don Francisco –dijo la Virreina- suponiendo que nosotros, ni nadie en nuestro nombre, hayamos de intervenir en ajustes de cuentas por los intereses confiados a su proverbial honradez”. (Tercera parte, Cap. VI, pp. 281-286).

Ahora bien, bondad no es sinónimo de bobaliconería, y explotaría ante la injusticia, aunque “su faz benévola y maneras afables no permitían  suponer semejante explosión de energía” (Tercera parte, Cap. IX, pp. 295-298).

Y si bien “en el corazón del bueno, las manifestaciones de rencor se limitan al noble deseo de que la justicia triunfe y la iniquidad sea confundida”, en su ánimo obraba “el resentimiento contra aquellos perversos oficiales del rey, como contra los inicuos jueces de la Española, especialmente el de residencia Lebrón, que lo había desairado y ofendido gravemente, y a los cuales tenía el gusto de ver como a los arcángeles rebeldes” (Tercera parte, cap. XIV).

Diego Velázquez.- Capitán y jefe de expedición contra los indios. En este personaje nos olvidamos ya de esa bondad ideal de los indios descritos y aún del mismo Valenzuela, para enfrentarnos a un  hombre de carne y hueso, síntesis de los dos principios del bien y del mal, que luchan denonadamente por obtener la hegemonía.

“Diego Velázquez no era un malvado, impresionable, como todos los de su raza; imbuido en las falsas ideas religiosas y políticas de su tiempo, seguía el impulso fatal que movía a todos los conquistadores, queriendo someter a fuego y sangre los cuerpos y las almas de los desgraciados indios; pero en generosidad se manifestaba tan pronto como una ocasión cualquiera, una reflexión oportuna detenía sus ímpetus belicosos y la razón recobraba su imperio. El lenguaje de Las Casas, impregnado de sentimientos compasivos, disipó las prevenciones sanguinarias del guerrero español” (Primera parte, cap. XI, pp. 45-48).

Pero “en medio de la pura alegría que experimentaba el capitán español, saboreando el insólito placer de practicar el bien y de convertir en misión de paz y perdón su misión de sangre y exterminio… le atormentaba la inquietud de la orden del riguroso gobernador Ovando”, “acabar con los rebeldes” (Primera parte, Cap. XIII, pp. 53-56). Porque “Diego Velázquez era de índole bondadosa, aunque extraviado por las viciosas ideas de su tiempo, y por los hábitos de su ruda carrera” (Primera parte, Cap. XIV, pp. 56-59).

“La ambición deprava el ánimo” y no era vulgar la ambición de Diego Velázquez, de muy temprano acostumbrado a empresas arduas,  a cargos de representación e importancia” (Segunda parte, Cap. I, pp. 119-2123).

“Velázquez, de carácter débil, aunque impetuoso, y siempre fluctuando entre el bien y el mal” era sumamente impresionable y “ese Mojica –a continuación hablaremos de él- ejerce una mala influencia a vuestro lado, abusa de vuestro carácter franco y sencillo, os induce a actos injustos, ajenos de vuestra noble y generosa índole…” (Segunda parte, Cap. XI, pp. 160-163), le diría Las Casas.

Pedro de Mojica.- La perversidad queda plasmada con rasgos vigorosos en una figura: Mojica.
El retrato de Pedro de Mojica está considerado como el mejor estudio de la perversidad en todo el romanticismo hispanoamericano.

Realmente este “perro viejo” de 40 años, Mayordomo de Doña Ana y pariente por parte del difunto Guevara, era astuto y hasta feo, para colmo, no pudiendo aparentar, ni aún en el físico, visos de ingenuidad: “la naturaleza, a una notable fealdad de rostro y cuerpo, unía un alma sórdida y perversa conciencia”. (Primera parte, Cap. III, pp. 17-20) “Hombre fingido” como era (Primera parte, Cap. V, pp. 23-24), el “problema que ocupaba tenazmente su imaginación consistía en hallar el modo de perder a Doña Ana, apropiándose todos los bienes de que él era mero administrador. (Primera parte, Cap. V, pp. 23-24).

“Codicioso e intrigante”, (Segunda parte, Cap., Cap. V, pp. 23-24) “para eso estaba allí el odioso Pedro Mojica, siempre astuto, siempre en acecho y a caza de favor o de lucro” (Segunda parte, Cap. I, pp. 119-123) “Ved que soy perro viejo –nos dirá- y tengo los colmillos gastados a fuerza de experiencia”. (Segunda parte, Cap. V, pp. 135-139).

Este “maligno confidente, de diabólicas ideas” (Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175) atribuía solapadamente a los demás sus propios vicios. Veamos algunos de ellos: “El rencoroso hidalgo se desahogaba a su gusto, atribuyendo su propios vicios al generoso Las Casas: un insoportable soberbio, espíritu rebelde, altanero y dominante: afectaba austeridad de costumbres para encubrir sus faltas; era envidioso y vertía el descrédito contra todo el que parecía más favorecido de la fortuna, etc…(Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175)

El mismo Las Casas se encargará de ponerlo de manifiesto con una sucinta pero acertada respuesta: “Y sabéis –respondió el licenciado- que vos tenéis hoy, como todos los días cara de intrigante y de meteros en lo que no os importa?” Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175).

Las Casas.- Los personajes de “Enriquillo” tienen todos ideas originales con excepción de Las Casas.
Con todo, a lo largo de la obra, “siempre se vio al bondadoso Las Casas, de ojos expresivos y semblante benévolo,  sonreir  y consolar a los pobres indios”. (Primera parte, Cap. XIII, pp.53-56). Esta fue su tónica.

“Su notable talento, la amenidad de su trato y la bondad de su carácter, le habían captado todas las simpatías de los moradores”.
“La vehemencia de su lenguaje, alzándose contra las tiranías y crueldades de que había sido testigo le atrajo desde entonces animadversión…pero no quería que los lobos lo tuvieran como amigo”.

Las Casas no era hombre que se conformara con ser espectador mudo de los daños causados por la iniquidad, sin aplicarse, con todas sus fuerzas, a procurar la reparación o el remedio” (Primera parte, Cap. XV, pp. 60-62) .

Las Casas, siempre compasivo y eficaz” dirá de sí mismo: “consolar a los que lloran es mi vocación y mi deseo” (Segunda parte, Cap. III, pp. 127-132). Y, a su vez, Velázquez dirá de él a Mojica: “El licenciado tiene el genio un poco vivo; pero es el hombre más franco, más leal y más digno de respeto que ha venido de España a estas Indias. (Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175).

Y el mismo Mojica, que en su rabiosa astucia se manifestó contra el licenciado, diría en un momento de calma que Las Casas era “incapaz de hacer daño ni a una mosca”. (Segunda parte, Cap. XVIII, pp. 184-187).
Dotado de sensibilidad exquisita, ferviente admirador de lo bello, de gran vivacidad, de talento, espíritu observador y sagaz… carácter enérgico e independiente”. Este era Las Casas (Segunda parte, Cap. XXIV, pp. 202-206).

“El virtuoso Las Casas, viendo que su activa predicación y el ejemplo de su propio desinterés de poco servían para el alivio de los desventurados siervos…      concertó… consagrar todas sus facultades y sus recursos a la santa causa de la libertad y buen tratamiento de los indios” (Tercera parte, Cap. I, pp. 261-264).

Enriquillo o Guarocuya.- su primitivo nombre, señor de Bahoruco, era “manso y respetuoso para con sus superiores, compasivo para todos los desgraciados. Sólo llegaba a irritarse cuando en su presencia era maltratado algún condiscípulo suyo por otro más fuerte; o cuando veía azotar algún infeliz indio” (Primera parte, Cap. XXI, pp. 75-79).

“Mientras los de mi nación sean maltratados, la tristeza habitará aquí, concluyó tocándose el pecho” (Segunda parte, Cap. VII, pp. 143-151).
Con todo, “los movimientos coléricos eran en él fugaces”. (Primera parte, Cap. XXII, pp.  79-83).

“Revela esa criatura un corazón bellísimo”. “De muy niño le he visto –decía Las Casas- melancólico por natural carácter; y luego, el hábito de estudios ha desarrollado en él tal aplicación que sólo se halla bien escuchando las disputas filosóficas y teológicas” (Segunda parte, Cap. III, pp. 269-273)

Su sensibilidad se pone de manifiesto también, cuando dice: “todo lo haré gustoso, pero asistir a fiestas y músicas, cuando no hace dos meses que murió mi…” (Segunda parte, Cap. XV, pp. 320-323).
“Alma franca, generosa, leal” (Segunda parte, Cap. XII, pp. 306-310) A la proposición: “vas a probar hoy mismo esa discreción que todos los que te conocen elogian de ti”, contestará: “Yo no sé mentir, señora” (Segunda parte, Cap. IV, pp. 273-277).

“Su fisonomía era naturalmente grave y reflexiva”. “Jamás he aborrecido a nadie. Cuando me notificaron que yo quedaba encomendado… no sentí sino una ligera mortificación de mi amor propio… pero al saber que ha habido malvados capaces de pretender que mi Mencía…descendiera a la categoría de una encomendada; ah! Entonces he sentido hervir mi raza” (Tercera parte, Cap. III, pp. 269-273).

He aquí el retrato de Enriquillo, cuando rayaba en los veinte años: “de estatura alta y bien proporcionada, su actitud y sus  movimientos habituales, nunca exentos de compostura, denotaban a un tiempo modestia y dignidad; su faz presentaba esa armonía del conjunto que, más aún que la misma hermosura, agrada y predispone favorablemente a primera vista. Alta la frente, correcto el óvalo de su rostro, la blanda y pacífica expresión de sus ojos negros sólo dejaba traslucir la bondad y la franqueza de su carácter, como una luz al través de transparente cristal. Viéndosele en su estado ordinario de serena mansedumbre la inspección superficial o sincera acaso le juzgara incapaz de valor y energía; error de concepto que acaso entró por mucho en las peripecias de su vida. Vestía con gracia y sencillez el traje castellano de la época…      

En suma, la manera de vestir, el despejo de su porte y sus modales, como la regularidad de las facciones del joven cacique, le daban el aspecto de uno de tantos hijos de colonos españoles ricos y poderosos en la Isla; aunque la ausencia de vello en el rostro, la tez ligeramente bronceada, y lo sedoso y lacio de sus cortos cabellos acusaban los más señalados atributos de la raza antillana. De aquí nacía cierto contraste que tenía el privilegio de atraer la atención general, y que hacía distinguir a Enriquillo entre todos los caciques cristianos de la Española” (Tercera parte, Cap. IV, pp. 274-275). “Enriquillo mostraba su impasibilidad característica” (Tercera parte, Cap. XIV, pp. 316-320).

“Estoy tan acostumbrado a reprimir mis deseos –diría- y a mirar frente a frente mi estado y mi condición que cuantos enojos y contratiempos puedan sobrevenirme por consecuencia de ellos ya los tengo previstos, y no me pueden causar la impresión de los inesperado”(Tercera parte, Cap. X, pp. 298-302).

“Engañarte, (Mencía), sería más cruel para mí que verte compartir mis sufrimientos” (Tercera parte, Cap. XXIX, pp. 377-385). Ahora bien, “quizá te equivoques figurándote que mi paciencia no tiene límites” (Tercera parte, Cap. XXXI, pp. 388-390)

Con todo, “al inaugurar su vida de sujeción y vasallaje, el magnánimo cacique ahogaba en lo profundo del esforzado pecho la angustia y el dolor que lo desgarraban; y en su rostro grave y varonil solamente se traslucía la serena bondad de aquel noble carácter, incapaz de flaqueza, que sabía medir el tamaño de su infortunio, y entraba en lucha con él, armado de intrépida resignación” (Tercera parte, Cap. XXXI, pp. 388-394).

“Aunque me desollaran vivo, -diría- no cometería el más leve desacato contra los preceptos de la autoridad; pero tratándose de defender los derechos e intereses de mi esposa, venga lo que viniere” (Tercera parte, Cap.  XXXII, pp. 391-397).

“Al volver a abrazar a su desconsolada esposa…vieron que ni en su rostro, ni en sus maneras, había la más leve señal de ira o resentimiento. Una impasibilidad severa, una concentración de espíritu imponente” “…el que no abrigando en el generoso pecho sino bondad y virtudes, maltratado y escarnecido por los que sobre él ejercían la autoridad en nombre de las leyes y de la justicia se obstinaba en conservar su fe sencilla en la eficacia de la justicia y de las leyes”. (Tercera parte, Cap. XXXIX, pp. 414-417).

Su generosidad desborda todo límite, cuando al caer prisionero su enemigo mortal Valenzuela, le perdona. “No lo mates –dirá a su lugarteniente- acuérdate de Don Francisco Valenzuela”. (Tercera parte, Cap. XLIII, pp. 429- 435).
Este es ni más ni menos, el “humano, valeroso y hábil Enriquillo”. (Tercera parte, Cap. L, pp. 462-469).

Bibliografía:

Galván, Manuel de Jesús. EnriquilloLeyenda Histórica Dominicana

Colección Pensamiento Dominicano. Santo Domingo, R.D., 1970

©Javier Baztán Rodrigo. Todos los Derechos Reservados.

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