Aunque son
muchos los personajes nombrados en la Novela, solamente mencionaré los más
significativos. El estudio no es fácil, ni tampoco será exhaustivo, pero no
dudo supondrá una modesta aportación a
nuestra literatura dominicana.
Anacaona.- Viuda del valeroso Caonabó, cacique de Maguana, era la
hermana de Bohechío, cacique de Jaragua; pero por su talento superior era la
que reinaba, hallándose todo sometido a su amable influencia, incluso el
cacique soberano ( Nota 1).
El autor
quiere ponernos en antecedentes sobre la bondad de los indios, personificada en
esa reina a quienes todos rendían pleitesía. Porque no le faltaba talento
(“talento superior”), ni hermosura, ni amabilidad (“soberana hermosa y amable”).
Estos
epítetos, o más bien rasgos de esa reina que sintetiza a los indios, vienen
repetidos por el autor una y otra vez, como cuando insiste: “Reina adorada de
sus súbditos, mujer extraordinaria, tesoro de hermosura y de gracias”.
Si el propósito
del autor fuera darnos a conocer los rasgos propios de una mujer, hubiera
abundado más en epítetos o caracterología. Pero la finalidad es poner de
manifiesto la crueldad del dominador, llegando con estos escasos, pero bien
estudiados rasgos a agudizar la antítesis final: “muere en horca infame la
encantadora y benéfica reina”. (Primera parte, Cap. 1)
Fray
Nicolás de Ovando.- “Fuerza no es fijar la
consideración en lo poco simpática figura del adusto comendador Fray Nicolás de
Ovando, autor de la referida catástrofe”; “es de despiadada rigidez en sus
principios de gobierno”, “hombre de hierro”, “sanguinario comendador” (Primera
parte, cap. 5, pp. 23-24).
Altivo,
soberbio, despiadado, sanguinario, hombre de hierro, figura antipática de despiadada rigidez en sus principios de
gobierno, carácter árido y obstinado.
Es la
antítesis de Anacaona, a cuya hija (magnum mysterium) rodeaba de las más
delicadas atenciones.
“De otro se
hubiera podido sospechar que el amor entrara en ese contraste”. No así de Ovando,
por “la austeridad de sus costumbres y la pureza con que observaba sus votos”.
(Primera parte, Cap. 1)
“Altivo y
soberbio como era, se obstinó en su propósito de dejar el aborrecido grande
hombre (Colón) desamparado y presa de todos los sufrimientos imaginables”
(Primera parte, Cap.1, pp. 7-13)
Higuemota.- “La célebre Higuemota, o Doña Ana, viuda con una hija de
tierna edad del apuesto y desgraciado Hernando de Ghevara” era la “joven y
hechicera hija de Anacaona”.
Higuemota,
aunque cristiana, no estaba exenta de las creencias míticas y de apariciones de
difuntos, como en el caso en el que se le presenta Guaroa, a quien creía muerto
en la matanza. (Primera parte, Cap. I, pp. 7-13).
Una vez más,
el autor quiere poner de manifiesto la bondad natural del indio, ante la
crueldad del dominador: “El arte de mentir era totalmente desconocido a la
sencilla y condorosa Higuemota” (Primera parte, Cap. IV, pp. 20-23), llegando
la situación a su clímax, cuando enfatiza Guaroa a su prima: “Dejaste de ser
india desde que te bautizaste y te diste a Don Hernando, que era tan bueno como
sólo he conocido otros dos blancos, Don Diego y Don Bartolomé (los dos hermanos
de Colón)” (Primera parte, Cap.I, pp.
7-13).
No son los
blancos buenos, a pesar de las excepciones que confirman la regla. Los blancos
son malos. Este es el significado. Higuemota es nuevamente esa bondad del indio
pisoteado que connaturaliza con la adversidad e infortunio de la esclavitud y
no puede sobrevivir a una sensación brusca de júbilo: “Su corazón, desgarrado
por todas las penas, connaturalizado con la adversidad, no pudo resistir la
violencia de un arranque momentáneo y expansivo de alegría, una brusca
sensación de júbilo; y su alma, pura, acostumbrada a la aflicción y al
abatimiento, sólo se reanimó un breve instante para volar a los cielos”
(Primera parte, Cap. XXX, pp. 110-112).
Guaroa.- Primo de Higuemota, era alto, fornido, de aspecto manso y
mirada expresiva.
El autor no
pierde oportunidad para abundar en el ya analizado contraste entre la
amabilidad natural del indio y el dominio exterminador del conquistador. “Yo no
soy cristiano, dirá, pero tampoco sé aborrecer a nadie, ni comprendo cómo los
que se llaman cristianos son tan malos con los de mi raza, cuando su Dios es
tan manso y tan bueno. Huyo de la muerte y huyo de la esclavitud” (Primera
parte, Cap. I, pp. 7-13).
Esta
afirmación de que no sabe aborrecer a nadie no se compadece con el odio al
gobernador, a quien en modo alguno puede perdonar: “El prudente y generoso
Guaroa rinde a sus huestes en pro de la tribu, pero su “irrevocable resolución”
contesta: Pero yo no perdono al gobernador, y SI DE VIVIR SOMETIDO A ÉL, MEJOR
QUIERO MORIR”.
¿Hay
contradicción en el retrato del personaje? En modo alguno. Desde la
confirmación de lo anteriormente expresé: esta serie de personajes, todos de
semejantes rasgos, no son expresiones individuales, antes bien reflejos
plásticos de una raza que no puede sobrevivir a la vil esclavitud del
extranjero: “Muero libre”, dijo matándose a sí mismo (primera parte, Cap. XIV, pp.
56-59), antes de caer en manos del vil extranjero.
Diego
Colón.- Gobernador de la Española. Es el
lado opuesto de su antecesor Nicolás de Ovando. Hombre sincero, leal y sin
doblez, franco y generoso, fiel guardador de su palabra.
“Educado Don
Diego en el de los Reyes Católicos, su carácter leal y sin doblez le había
preservado de la corrupción ordinaria de las cortes: “Sus cualidades morales,
al par que su despejado talento y la distinción de toda su persona, dotada de
singular gracia y apostura, hacían de él un cumplido caballero, digno por todos
conceptos del grande apellido que llevaba y de sus altos destinos”. Primera
parte, Cap. XXIII, pp. 83-86).
Ante los
reparos de su hermana Fernando de presentarse en público, cuando había hecho
anunciar en palacio que estaba enfermo, lo acalló, diciéndole que él no sabía
fingir. Y el comendador Don Fernando de Toledo diría a su hija María: “Felicita
al almirante Don Diego por su dignidad y
entereza”. (Primera parte, Cap. XIV, pp. 86-89)
Su propia
esposa Doña María de Toledo afirmaría: “Mi esposo es demasiado fiel guardador
de sus propios compromisos, muy esclavo de su palabra, cuando la empeña”
(Segunda parte, Cap. II, pp. 123-127).
“Es una
fortuna que el Almirante sea tan bonachón” (Segunda parte, Cap. II, pp. 123-127
Con todo,
“Ya sabemos que Diego Colón había llegado a ese periodo de los hombres de
gobierno en que la razón política es la soberana razón” (Segunda parte, Cap.
XXXVII, pp. 242-247) y cuando “Las Casas acudía a reclamar contra los
desafueros (en Cuba) sus quejas se estrellaban en la escasa rectitud del
gobernante que, por debilidad verdadera y so color de razón política disimulaba
cuidadosamente su disgusto a los infractores, y se abstenía de castigarlos”.
(Segunda parte, Cap. XXXVIII, pp. 247-249).
Don
Francisco de Valenzuela.- Hombre íntegro y
venerable” (Primera parte, Cap. XVII, pp. 67-68). “Otro Las Casas”, diría
Mojica (Primera parte, Cap. XVIII pp. 68-69).
“A dormir,
en rigor de verdad, el buen anciano Valenzuela, como duermen aquellos que, llegados
a la madurez de la vida con limpia conciencia, y complaciéndose en dedicar el
resto de su actividad y de sus fuerzas a la práctica eficaz del bien, llevan en
el corazón la serenidad y la alegría, y hallan en un sueño reparador y profundo
el primer galardón de sus buenas obras, y en las imágenes gratas y risueñas que
en tal estado les ofrece su jubilosa fantasía, como una anticipación de la
beatitud celeste reservada a los juntos”. Tercera parte, Cap. V, pp. 277-281)
Su honradez
era patente aún en las altas esferas: “Nos ofende, Don Francisco –dijo la
Virreina- suponiendo que nosotros, ni nadie en nuestro nombre, hayamos de
intervenir en ajustes de cuentas por los intereses confiados a su proverbial
honradez”. (Tercera parte, Cap. VI, pp. 281-286).
Ahora bien,
bondad no es sinónimo de bobaliconería, y explotaría ante la injusticia, aunque
“su faz benévola y maneras afables no permitían
suponer semejante explosión de energía” (Tercera parte, Cap. IX, pp.
295-298).
Y si bien
“en el corazón del bueno, las manifestaciones de rencor se limitan al noble
deseo de que la justicia triunfe y la iniquidad sea confundida”, en su ánimo
obraba “el resentimiento contra aquellos perversos oficiales del rey, como
contra los inicuos jueces de la Española, especialmente el de residencia
Lebrón, que lo había desairado y ofendido gravemente, y a los cuales tenía el
gusto de ver como a los arcángeles rebeldes” (Tercera parte, cap. XIV).
Diego
Velázquez.- Capitán y jefe de
expedición contra los indios. En este personaje nos olvidamos ya de esa bondad
ideal de los indios descritos y aún del mismo Valenzuela, para enfrentarnos a
un hombre de carne y hueso, síntesis de
los dos principios del bien y del mal, que luchan denonadamente por obtener la
hegemonía.
“Diego
Velázquez no era un malvado, impresionable, como todos los de su raza; imbuido
en las falsas ideas religiosas y políticas de su tiempo, seguía el impulso
fatal que movía a todos los conquistadores, queriendo someter a fuego y sangre
los cuerpos y las almas de los desgraciados indios; pero en generosidad se
manifestaba tan pronto como una ocasión cualquiera, una reflexión oportuna
detenía sus ímpetus belicosos y la razón recobraba su imperio. El lenguaje de
Las Casas, impregnado de sentimientos compasivos, disipó las prevenciones
sanguinarias del guerrero español” (Primera parte, cap. XI, pp. 45-48).
Pero “en
medio de la pura alegría que experimentaba el capitán español, saboreando el
insólito placer de practicar el bien y de convertir en misión de paz y perdón
su misión de sangre y exterminio… le atormentaba la inquietud de la orden del
riguroso gobernador Ovando”, “acabar con los rebeldes” (Primera parte, Cap.
XIII, pp. 53-56). Porque “Diego Velázquez era de índole bondadosa, aunque extraviado
por las viciosas ideas de su tiempo, y por los hábitos de su ruda carrera”
(Primera parte, Cap. XIV, pp. 56-59).
“La ambición
deprava el ánimo” y no era vulgar la ambición de Diego Velázquez, de muy
temprano acostumbrado a empresas arduas,
a cargos de representación e importancia” (Segunda parte, Cap. I, pp.
119-2123).
“Velázquez,
de carácter débil, aunque impetuoso, y siempre fluctuando entre el bien y el
mal” era sumamente impresionable y “ese Mojica –a continuación hablaremos de
él- ejerce una mala influencia a vuestro lado, abusa de vuestro carácter franco
y sencillo, os induce a actos injustos, ajenos de vuestra noble y generosa
índole…” (Segunda parte, Cap. XI, pp. 160-163), le diría Las Casas.
Pedro de
Mojica.- La perversidad queda plasmada con
rasgos vigorosos en una figura: Mojica.
El retrato
de Pedro de Mojica está considerado como el mejor estudio de la perversidad en
todo el romanticismo hispanoamericano.
Realmente
este “perro viejo” de 40 años, Mayordomo de Doña Ana y pariente por parte del
difunto Guevara, era astuto y hasta feo, para colmo, no pudiendo aparentar, ni
aún en el físico, visos de ingenuidad: “la naturaleza, a una notable fealdad de
rostro y cuerpo, unía un alma sórdida y perversa conciencia”. (Primera parte,
Cap. III, pp. 17-20) “Hombre fingido” como era (Primera parte, Cap. V, pp.
23-24), el “problema que ocupaba tenazmente su imaginación consistía en hallar
el modo de perder a Doña Ana, apropiándose todos los bienes de que él era mero
administrador. (Primera parte, Cap. V, pp. 23-24).
“Codicioso e
intrigante”, (Segunda parte, Cap., Cap. V, pp. 23-24) “para eso estaba allí el
odioso Pedro Mojica, siempre astuto, siempre en acecho y a caza de favor o de
lucro” (Segunda parte, Cap. I, pp. 119-123) “Ved que soy perro viejo –nos dirá-
y tengo los colmillos gastados a fuerza de experiencia”. (Segunda parte, Cap.
V, pp. 135-139).
Este
“maligno confidente, de diabólicas ideas” (Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175)
atribuía solapadamente a los demás sus propios vicios. Veamos algunos de ellos:
“El rencoroso hidalgo se desahogaba a su gusto, atribuyendo su propios vicios
al generoso Las Casas: un insoportable soberbio, espíritu rebelde, altanero y
dominante: afectaba austeridad de costumbres para encubrir sus faltas; era
envidioso y vertía el descrédito contra todo el que parecía más favorecido de
la fortuna, etc…(Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175)
El mismo Las
Casas se encargará de ponerlo de manifiesto con una sucinta pero acertada
respuesta: “Y sabéis –respondió el licenciado- que vos tenéis hoy, como todos
los días cara de intrigante y de meteros en lo que no os importa?” Segunda
parte, Cap. XV, pp. 171-175).
Las Casas.- Los personajes de “Enriquillo” tienen todos ideas
originales con excepción de Las Casas.
Con todo, a
lo largo de la obra, “siempre se vio al bondadoso Las Casas, de ojos expresivos
y semblante benévolo, sonreir y consolar a los pobres indios”. (Primera
parte, Cap. XIII, pp.53-56). Esta fue su tónica.
“Su notable
talento, la amenidad de su trato y la bondad de su carácter, le habían captado
todas las simpatías de los moradores”.
“La
vehemencia de su lenguaje, alzándose contra las tiranías y crueldades de que
había sido testigo le atrajo desde entonces animadversión…pero no quería que
los lobos lo tuvieran como amigo”.
Las Casas no
era hombre que se conformara con ser espectador mudo de los daños causados por
la iniquidad, sin aplicarse, con todas sus fuerzas, a procurar la reparación o
el remedio” (Primera parte, Cap. XV, pp. 60-62) .
Las Casas,
siempre compasivo y eficaz” dirá de sí mismo: “consolar a los que lloran es mi
vocación y mi deseo” (Segunda parte, Cap. III, pp. 127-132). Y, a su vez,
Velázquez dirá de él a Mojica: “El licenciado tiene el genio un poco vivo; pero
es el hombre más franco, más leal y más digno de respeto que ha venido de
España a estas Indias. (Segunda parte, Cap. XV, pp. 171-175).
Y el mismo
Mojica, que en su rabiosa astucia se manifestó contra el licenciado, diría en
un momento de calma que Las Casas era “incapaz de hacer daño ni a una mosca”.
(Segunda parte, Cap. XVIII, pp. 184-187).
Dotado de
sensibilidad exquisita, ferviente admirador de lo bello, de gran vivacidad, de
talento, espíritu observador y sagaz… carácter enérgico e independiente”. Este
era Las Casas (Segunda parte, Cap. XXIV, pp. 202-206).
“El virtuoso
Las Casas, viendo que su activa predicación y el ejemplo de su propio
desinterés de poco servían para el alivio de los desventurados siervos… concertó… consagrar todas sus facultades
y sus recursos a la santa causa de la libertad y buen tratamiento de los
indios” (Tercera parte, Cap. I, pp. 261-264).
Enriquillo o Guarocuya.- su primitivo nombre, señor de
Bahoruco, era “manso y respetuoso para con sus superiores, compasivo para todos
los desgraciados. Sólo llegaba a irritarse cuando en su presencia era
maltratado algún condiscípulo suyo por otro más fuerte; o cuando veía azotar
algún infeliz indio” (Primera parte, Cap. XXI, pp. 75-79).
“Mientras
los de mi nación sean maltratados, la tristeza habitará aquí, concluyó
tocándose el pecho” (Segunda parte, Cap. VII, pp. 143-151).
Con todo,
“los movimientos coléricos eran en él fugaces”. (Primera parte, Cap. XXII,
pp. 79-83).
“Revela esa
criatura un corazón bellísimo”. “De muy niño le he visto –decía Las Casas- melancólico
por natural carácter; y luego, el hábito de estudios ha desarrollado en él tal
aplicación que sólo se halla bien escuchando las disputas filosóficas y
teológicas” (Segunda parte, Cap. III, pp. 269-273)
Su
sensibilidad se pone de manifiesto también, cuando dice: “todo lo haré gustoso,
pero asistir a fiestas y músicas, cuando no hace dos meses que murió mi…”
(Segunda parte, Cap. XV, pp. 320-323).
“Alma
franca, generosa, leal” (Segunda parte, Cap. XII, pp. 306-310) A la
proposición: “vas a probar hoy mismo esa discreción que todos los que te
conocen elogian de ti”, contestará: “Yo no sé mentir, señora” (Segunda parte,
Cap. IV, pp. 273-277).
“Su
fisonomía era naturalmente grave y reflexiva”. “Jamás he aborrecido a nadie.
Cuando me notificaron que yo quedaba encomendado… no sentí sino una ligera
mortificación de mi amor propio… pero al saber que ha habido malvados capaces
de pretender que mi Mencía…descendiera a la categoría de una encomendada; ah!
Entonces he sentido hervir mi raza” (Tercera parte, Cap. III, pp. 269-273).
He aquí el
retrato de Enriquillo, cuando rayaba en los veinte años: “de estatura alta y
bien proporcionada, su actitud y sus
movimientos habituales, nunca exentos de compostura, denotaban a un
tiempo modestia y dignidad; su faz presentaba esa armonía del conjunto que, más
aún que la misma hermosura, agrada y predispone favorablemente a primera vista.
Alta la frente, correcto el óvalo de su rostro, la blanda y pacífica expresión
de sus ojos negros sólo dejaba traslucir la bondad y la franqueza de su
carácter, como una luz al través de transparente cristal. Viéndosele en su
estado ordinario de serena mansedumbre la inspección superficial o sincera
acaso le juzgara incapaz de valor y energía; error de concepto que acaso entró
por mucho en las peripecias de su vida. Vestía con gracia y sencillez el traje
castellano de la época…
En suma, la
manera de vestir, el despejo de su porte y sus modales, como la regularidad de
las facciones del joven cacique, le daban el aspecto de uno de tantos hijos de
colonos españoles ricos y poderosos en la Isla; aunque la ausencia de vello en
el rostro, la tez ligeramente bronceada, y lo sedoso y lacio de sus cortos
cabellos acusaban los más señalados atributos de la raza antillana. De aquí
nacía cierto contraste que tenía el privilegio de atraer la atención general, y
que hacía distinguir a Enriquillo entre todos los caciques cristianos de la
Española” (Tercera parte, Cap. IV, pp. 274-275). “Enriquillo mostraba su
impasibilidad característica” (Tercera parte, Cap. XIV, pp. 316-320).
“Estoy tan
acostumbrado a reprimir mis deseos –diría- y a mirar frente a frente mi estado
y mi condición que cuantos enojos y contratiempos puedan sobrevenirme por
consecuencia de ellos ya los tengo previstos, y no me pueden causar la
impresión de los inesperado”(Tercera parte, Cap. X, pp. 298-302).
“Engañarte,
(Mencía), sería más cruel para mí que verte compartir mis sufrimientos”
(Tercera parte, Cap. XXIX, pp. 377-385). Ahora bien, “quizá te equivoques
figurándote que mi paciencia no tiene límites” (Tercera parte, Cap. XXXI, pp.
388-390)
Con todo,
“al inaugurar su vida de sujeción y vasallaje, el magnánimo cacique ahogaba en
lo profundo del esforzado pecho la angustia y el dolor que lo desgarraban; y en
su rostro grave y varonil solamente se traslucía la serena bondad de aquel
noble carácter, incapaz de flaqueza, que sabía medir el tamaño de su
infortunio, y entraba en lucha con él, armado de intrépida resignación”
(Tercera parte, Cap. XXXI, pp. 388-394).
“Aunque me
desollaran vivo, -diría- no cometería el más leve desacato contra los preceptos
de la autoridad; pero tratándose de defender los derechos e intereses de mi
esposa, venga lo que viniere” (Tercera parte, Cap. XXXII, pp. 391-397).
“Al volver a
abrazar a su desconsolada esposa…vieron que ni en su rostro, ni en sus maneras,
había la más leve señal de ira o resentimiento. Una impasibilidad severa, una
concentración de espíritu imponente” “…el que no abrigando en el generoso pecho
sino bondad y virtudes, maltratado y escarnecido por los que sobre él ejercían
la autoridad en nombre de las leyes y de la justicia se obstinaba en conservar
su fe sencilla en la eficacia de la justicia y de las leyes”. (Tercera parte,
Cap. XXXIX, pp. 414-417).
Su
generosidad desborda todo límite, cuando al caer prisionero su enemigo mortal
Valenzuela, le perdona. “No lo mates –dirá a su lugarteniente- acuérdate de Don
Francisco Valenzuela”. (Tercera parte, Cap. XLIII, pp. 429- 435).
Este es ni
más ni menos, el “humano, valeroso y hábil Enriquillo”. (Tercera parte, Cap. L,
pp. 462-469).
Bibliografía:
Galván, Manuel de
Jesús. Enriquillo, Leyenda Histórica Dominicana
Colección Pensamiento Dominicano.
Santo Domingo, R.D., 1970
©Javier Baztán Rodrigo. Todos los Derechos Reservados.
Muy bueno
ResponderEliminarmuy interesante de verdad
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