jueves, 6 de agosto de 2015

El Último Retoño


Nací el 21 de Abril de 1939, año de la victoria. Lo de victoria es por la toma del poder del Movimiento Nacional de Francisco Franco Bahamonde, porque el hambre que comenzó a pasar la población fue de muerte, no de victoria.
 Nací en la C/ Las Eras, nº1, casa de grandes muros de piedra, como todas las del Aoiz Medieval. No recuerdo el nombre de la comadrona que me trajo al mundo, pero, según oí decir, tenía buenas manos.

Esta fue la casa de mi niñez. En el primer piso vivía, nada más subir las escaleras, Dña. Anastasia, una viejita chismosa que se pasaba la vida en mi casa. Jamás se sentaba. Se pasaba las horas de pie, junto a la puerta abierta de la cocina. Tenía tres hijos ya mayores: José, Serapio y Jesusa. En el mismo piso 1º, pasando un pasillo al frente, vivíamos nosotros.

 En el 2º piso, vivían mis tíos Florentino Albéniz y Vicenta Rodrigo, hermana de mi madre, y mis primos Gregorio, Carmen, Soledad y José Miguel. Tanto bajaban a mi casa como subíamos de mi casa a la de ellos. Siempre tuvimos una relación única. Abajo estaba la cuadra, donde no teníamos caballos, pero sí cerdos, gallinas y un pajar. En este mismo lugar estaba ubicado el wáter de las dos familias parientes, sin un bombillo en el lugar y con el susto de encontrar, en más de una oportunidad, mendigos en la pajera pernoctando. 

La puerta de la entrada a la casa era medieval, pero siempre estaba abierta, de lo que se aprovechaban las parejas para, al amparo de la obscuridad, decirse cosas bonitas. Cuántos sustos recibí en más de una oportunidad! Volaba por esas escaleras. La puerta tenía gatera, para que los gatos pudieran entrar y salir, cuando se mantenía cerrada.

En frente de la casa estaba el estanco, donde mi padre compraba los cuarterones de tabaco picado, con lo que, después de pasarlo por un cedazo, se hacía los cigarrillos con papel de “librillo” y los prendía con mechero de chispa y mecha, que si hacía viento, no sólo no se apagaba, sino se avivaba.
La calle estaba empedrada y le conducía a uno hasta las eras del pueblo, donde en el verano se procesaba todo el trigo, avena y centeno y, a veces, hasta habas. Había una cosechadora, pero varias familias  procesaban sus cosechas en parvas, mediante caballería y trillos. Luego de trillada la parva, se aventaba con el sarde la paja, llevándola el viento hacia un lado, mientras se quedaba el grano en otro. 

Los muchachos masticábamos un puñado de trigo, lo lavábamos en la fuente y quedaba una especie de goma de chicle . Pero antes de continuar con innumerables historias, quiero mencionar algunos hechos  ocurridos en mis primeros años.

Las últimas veces que yo mamé las recuerdo como ahora. Posiblemente tendría algo más de un año, pues en aquellos tiempos se amamantaba hasta bien tarde. Mi padre cantaba acompañado de su guitarra, en el lado izquierdo del fogón. Mi madre, sentada en el lado derecho, en una silla de madera especial, que la tengo grabada en la memoria, me sentaba en su regazo, tras importunarle, llorando, mi deseo de mamar. Terminada la sesión, me ponía a jugar. Desde cuándo existe memoria? ¿No es posible lo que estoy contando?

Otro hecho que lo pude constatar más tarde con Gloria mi hermana y mi hermano Pedro Mari.
En la habitación de mis padres había dos camas y la cuna, mi cama. A la tarde, después de comer, me depositaban en la cuna. Los ventanillos de la habitación estaban cerrados pero por unos finos agujeritos atravesaban rayos de sol. Caballerías y gente que pasaban por la calle los veía, pero invertidos. 

Más tarde, con los años, recordando aquellos momentos, descubrí que mi habitación era una  cámara-cajón. Contemplando esas películas mudas invertidas, me dormía, pero después de haber sacado de quicio a mis hermanos cuidadores. Ya desde mis albores demostré que no sirvo para vivir solo. Se quedaban hasta que yo me olvidara, agachaditos bajo la cuna, y luego, sin hacer ruido y en cuclillas trataban de salir de la habitación.

 Yo, que mientras estuvieran en la habitación me sentía conforme, cuando ellos intentaban salir, me levantaba súbitamente y, agarrado de la baranda de la cuna, brincaba desesperadamente  y gritaba con amargura. Así una y otra vez, hasta que al fin quedaba extenuado y dormido.

Quisiera que todo el mundo, incluído sicólogos, leyeran las siguientes líneas.
Me indigna ver, en diversas oportunidades, la pedagogía utilizada por la gente, para enseñar a caminar a los bebés. Primero, los ponen a caminar, cogiéndolos por detrás por los brazos, cuando todavía no están preparados físicamente para mantenerse en pie. Es un crimen. 

Segundo, los dejan solos de pie, tambaleándose, y se alejan dos metros, para que el niño corra al encuentro. ¡Qué barbarazos! Cuando intentaron hacerlo conmigo, me dio pánico. Realmente estaba físicamente preparado para caminar, pero debieron colocarse delante de mí, bien pegaditos, para que yo considerara el objetivo realizable. Estos son los hechos que recuerdo de mis primeros meses de vida.
Fueron unos años de miseria y hambruna. La comida no se conseguía ni con dinero. Existía la Cartilla de Racionamiento. Cuando retirabas la mercancía, te llenaban el cupón y ya no podías comprar hasta que la cartilla te lo permitiera. Una barra de pan, entre tanta gente sólo tocaba a ganas de comer. 

El azúcar era negra (un marrón muy obscuro), húmeda y a pegotes, con pedazos de caña que parecía madera sacada del río. El azúcar que nos tocaba no daba suficiente para hacer mis papillas.

 Para obtener el carnet de familia numerosa tuvimos que fotografiarnos. El único fotógrafo en el pueblo era Telesforo Belver, que tenía una cámara cajón  que sólo fotografiaba con sol. Era un día frío en que yo no me quería poner el abrigo blanco, porque al principio, el forro frío le daba a uno la sensación de más frío. Por fin, todos arreglados, fuimos a las eras y, en la pared de la cárcel nos colocaron  firmes como a soldados. Tardamos mucho en ser fotografiados, pues el señor fotógrafo pretendía que miráramos todos a la Cámara y yo no encontraba la forma, con el sol enfrente. De hecho, yo conservo esa foto y salgo con los ojos cerrados. Eso sí, el único gordito era yo, los demás cadáveres ambulantes.

Comencé a ir a la escuela alrededor de los 3 años. Fui a la Escuela de Párvulos nº1. La Maestra se llamaba Doña Cirila. No tengo demasiados recuerdos de esos días, ahora bien, los que tengo quedaron bien grabados en mi memoria. En una cartilla, cuyo autoría no recuerdo, la maestra nos llamaba a su mesa y nos hacía uno a uno leer: las vocales primero. Después, la p con la a ¿cómo hace? La p con e, etc…El estilo tradicional. No sé por qué me daba terror que me llamara. La veía como una bruja de los cuentos. 

No me atrevía pedir ir al baño. Cuando pedí una vez y me permitieron ir no sabía cómo hacerlo,  pues el baño era de aquellos en que había lugar para colocar los pies y la gente se ponía de cuclillas para hacer sus necesidades. Eran baños para gente mayor. Me atortojé, bajé las escaleras, estaba abierta la puerta de la calle y me enfilé hacia mi casa. 

En el camino, no pude aguantar más y me cagué en los pantalones. Con las piernas entreabiertas y el pantalón con más peso de la cuenta y delatándome, llegué presuroso a mi casa, donde tuve que dar pocas explicaciones de lo ocurrido.
Al otro día, forzado, tuve que volver a la escuela. Solicité de nuevo ir al baño. La maestra me lo permitió, pero se puso al acecho. Salí del aula y puse los pies en polvorosa, pero cuando llegué a la puerta de salida, ésta estaba cerrada con llave. 

Cuando subí las escaleras, vi arriba a la maestra, grande como nunca, que me esperaba un poco descompuesta. Sin embargo, en años posteriores me tuvo siempre gran cariño y, cuando de adolescente, regresaba al pueblo de vacaciones, visitarla era un deber.

Mis amiguitos de infancia eran Migueltxo Lizarraga, Josetxo Paternáin y Javier Lana. Una tarde nos fuimos al Río Irati y, jugando entre los matorrales encontramos unas matas que, cuando las rompíamos, brotaban un líquido lechoso y espeso. Quisimos imitar la espuma de afeitar de las personas grandes y nos untamos en la cara una gran cantidad de ese líquido. Ya llegando a casa me sentía que me ardía tremendamente la cara. Al llegar a casa fue la alarma.

 Mi cara estaba roja como un tomate y ampollada. Me hicieron más preguntas que en el cuartel de la guardia civil. Comprobaron que lo mismo les sucedía a mis amigos, me llevaron al médico y me pusieron unas cremas que en 2 o 3 días  volvieron mi cara al primitivo estado.

Decir Reyes equivalía a regalos y creer en Reyes, tener oportunidad de obtener regalos, pues cuando llegué un día a casa diciendo que me había enterado en la escuela que no ponían los Reyes, sino los padres,  se acabaron los reyes. Como teníamos tantas necesidades, los Reyes no fueron nunca muy espléndidos, y eso que mis peticiones eran asesoradas por mis padres y hermanos mayores. En los escaparates de la Droguería me pasaba las horas contemplando tantas cosas bonitas que quería tener.

 Logré tener pinturas de pastel con difumino, lápices de color Alpino, Rompecabezas de 12 cubos, con los que se podía formar 6 escenas diferentes y algunas cosas más. De todo ello me quedaron restos al final de los tiempos. Un año me echaron un camión de madera, en el que cargábamos adoquines de piedra que había en la Plaza Mendiburúa. Eramos felices.

A veces los niños quieren privar en valientes o en hacer cosas raras. Migueltxo Lizarraga decía que él se atrevía a comer moscas. Da la casualidad que yo tenía un arte especial  para cazarlas, inclusive en el aire, volando. Hicimos un trato, si yo las cazaba, él las comía. 

Los demás eran testigos de la apuesta. En la Plaza Mendiburúa, en la Puerta de la caja de Ahorros, daba el sol y, como era invierno, todas las moscas se acercaban al calor. Empecé a cazar moscas y él a comerlas hasta que se fue el sol y las moscas. Vivencias inolvidables.

Los papás de Migueltxo, Evaristo y Loreto, eran ricos y, gracias a mi amistad con él, pude disfrutar de los juguetes más sofisticados para la época. Recuerdo que corría en triciclo como un bólido, por las estrechas aceras de la calle adoquinada. Y lo llevaba a él, montado atrás, agarrado a mis espaldas.

Me gustaba ir a pescar al río. En el prado, el río pasaba con poco caudal y cogía muchos renacuajos que los mantenía en casa en agua y se convertían en ranas (metamorfosis). Los cogía con la mano, pero me gustaba pescar, para lo cual estaba preparado con un palo por caña, sedal con anzuelo y, como cebo, pan. Un corcho me avisaba con sus movimientos alternativos de que estaban picando. En la orilla había sólo chipas, unos pececitos los mayores de 2 pulgadas.

 Pero un día decidí ir a la pesca mayor. Fui a las compuertas, lugar peligroso para un niño. Puse por cebo una lombriz y eché la caña a fondo. Tenía como media hora y estaba ya anocheciendo, cuando de pronto tiraron fuerte, tan fuerte que por poco se va la caña al río y yo detrás. Sorpresa, susto y ansiedad se mezclaron. Qué es lo que habría picado? Fui sacando el sedal, hasta que apareció, coleteando fuertemente, un hermoso barbo. Solamente me sentí seguro cuando lo tuve en tierra. De pescador de chipas me convertí en pescador de barbos. En casa, asustados por la tardanza, pero mi madre alegre, porque le llevé pescado fresco para la cena.

La compañía El Irati se abastecía de madera del monte Irati y solía transportarla a través del Río Irati. Se talaba la madera en el monte y se empujaba por las laderas, hasta depositarla en el lecho del río, se abrían las compuertas del pantano y la exclusada inundaba el río y se llevaba la madera río abajo hasta la empresa. Avisaban de antemano, mediante pregón, para que los pueblos, cerca del río tuvieran sus precauciones. 

Más tarde, cuando el caudal del río había recuperado su normalidad, trabajadores, que, generalmente eran valencianos, navegando en almadías (Varios troncos unidos) recogían la madera quedada atascada entre las zarzas y matorrales del río. Los troncos grandes eran para hacer madera. Le llamábamos rajas. Los troncos finos eran para hacer carbón, después de extraerles el alcohol y el ácido sulfúrico. Les llamábamos choquilos. Había guardas destinados a velar por que nadie tomara un choquilo.

 No teníamos dinero para comprar madera para el fogón. La empresa regalaba a los trabajadores sacos de serrín, pero no tenía ardiendo la misma duración ni poder calorífico de la madera. Entonces nuestro objetivo era el monte o el río, para poder abastecernos de leña. Mis hermanos, en más de una oportunidad, cargaron con leña. Había que hacerlo preferiblemente denoche. Con todo, en más de una oportunidad, se encontraron de frente con los guardas, y tuvieron que soltar la carga y poner los pies en polvorosa.

 Yo algunas veces iba al monte, pero sólo podía coger ramas secas, para que no me multaran. Después de hacer con una cuerda el fajo de leña, lo tiraba por la ladera del monte y bajaba solo hasta el pie del monte. En una oportunidad bajé yo antes que el fajo.

La dictadura franquista era temible, se estaba consolidando y no permitían ningún entuerto que pudiera atentar contra sus planes. La Doctrina del Movimiento Nacional era sagrada. Era la materia principal en cualquier carrera, bachillerato  o escuela se llamaba Espíritu Nacional. Había que aprenderse de memoria una serie de términos y conceptos que cuanto más se esforzaban los maestros en enseñar más ininteligibles resultaban. En un examen veías que venían los profesores vestidos de falangistas. Esa vestimenta les daba autoridad y seguridad. Todavía recuerdo que el primer tema era: España, unidad de destino en lo universal. Los beneficiados del régimen fueron: La Iglesia, los industriales y los patronos. El pueblo se estaba tragando un hierro rusiente. El trabajador era un exclavo sin derechos. 

Los sindicatos eran verticales. Era otro tema de estudio, del que, de nuevo, verborreaban doctrinas ininteligibles. En las fábricas había un enlace que se encargaba de recibir tus quejas, para llevarlas él al patrono. El patrono hacía lo que le daba la gana y ahí quedaba zanjado el asunto.

Los hermanos Lizarraga (Evaristo y Constantino) tenían una fábrica de muebles. Vivían en frente de mi casa, un edificio de piedra, actualmente derribado. En los bajos tenían un estanco, a cuyo cargo estaban las hermanas. En el primer piso vivían mis tíos Tirso y Emilia con todos sus hijos; en el segundo piso, Constantino Lizarraga y en el tercero, Evaristo Lizarraga. 

Yo era amigo de Migueltxo, el hijo mayor de Evaristo y, por esa razón, frecuentaba su casa y la de Constantino. Este era una persona buena y sana. Estaba casado con Doña Gloria, maestra mía por un tiempo, en la Escuela de Párvulos nº2. La pobre murió en el parto, en casa. Parece que tuvo una complicación y, a pesar de que vinieron de Pamplona un taxi con varios médicos, al parecer no pudieron hacer nada. Estamos hablando de hace 66 años, cuando se paría con parteras.

Como dije anteriormente, los Hnos. Lizarraga tenían una fábrica de muebles. Constantino era una bellísima persona, pero Evaristo, mayor que él, era un consumado hijo de puta. Miguel Angel y Sinfo trabajaban con ellos. Como en otras fábricas, la viruta que producían  las máquinas serrando y cepillando, se la podían llevar los trabajadores. Sinfo había preparado un canasto con viruta, en el que puso también algunos pedazos de madera desechada en el trabajo. Evaristo como un loco (era un hombre alocado) le dijo que eso no se podía llevar y, manoteando trató de agredirlo, por lo que Sinfo rechazó con sus manos la agresión. Eso fue todo. El hombre se fue enfurecido al cuartel de la guardia civil. Sinfo vino a Casa, pero no contó nada.

 A las diez y media o las once de la noche, cuando estábamos ya en la cama, las escaleras  de madera sonaron a desfile militar. Golpearon la puerta y se llevaron a Sinfo al cuartel. Posiblemente le darían un par de sopapos y lo metieron en la cárcel. Pasamos las eternas horas de la noche sin dormir. Al otro día mi madre, conmigo de compañía, se dirigió a la cárcel. 

León, el carcelero, era la máxima autoridad en la cárcel. Era mudo, pero los niños y mayores nos entendíamos muy bien con señas. Lamentó mucho que Sinfo, su amigo, estuviera ahí. Quitó los cerrojos, nos permitió entrar y estuvimos un rato conversando sobre lo sucedido. A la tarde ya Sinfo regresó a la casa, pero jamás al trabajo. Evaristo Lizarraga trabajaba también en el Registro de la Propiedad de Aoiz y, por asunto de trabajo se relacionaba con nuestro hermano Silvano, pero esta relación no sirvió de nada. Eran déspotas para con el pueblo.

Todos los días, a las doce del medio día y de la noche, se oían los radios resonar por las calles, dando las doce campanadas desde la Puerta del Sol de Madrid: “Radio Nacional de España: Caídos por Dios y por España, y por la Revolución Nacional Sindicalista. ¡Viva Franco! ¡Arriba España! Yo, pequeñito, inconsciente de muchas cosas, pero viendo lo que le habían hecho a mi  hermano, gritaba en plena calle: ¡Muera Franco! Mi madre asustada, me forzaba a entrar en la casa y me amenazaba con un galletón si volvía a desear tales parabienes al Generalísimo Franco.

Viviendo la abuela Robustiana en Pamplona, mi madre me llevó un día a verla. No sé cuál fue realmente la razón de la visita. Lo único que recuerdo es que me tuvieron de pie encima de una mesa redonda, con un mantel que colgaba hasta el suelo, y que la abuela llevaba unas gafas blancas, con los cristales redondos, que me llamaban la atención cada vez que la luz se reflejaba en los cristales.

Más tarde, tal vez tendría como 5 años, volví a Pamplona de fin de semana. Ya había muerto la abuela. Vivían tía Paquita con Florentino Rincón (Floren), su esposo y Silvano. Yo dormí con Silvano y estuve viendo en el Teatro Gayarre la Obra Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, en cuyo elenco participaba Silvano, mi hermano. Pasé con él a los camerinos y de ahí a la butaca del teatro, sin tener que pagar. Posteriormente, en otra o oportunidad, estuve también en  el Flautista de Hamelín, obra en la que también actuó Silvano.

 Me llevó un día al cine a ver una película  de contraespionaje, pues según me dijo, a él le gustaba mucho este tipo de películas. Es de suponer lo que yo pude captar. Primera vez que veía un cine por dentro. Me refiero al cine sonoro, pues cine mudo había visto en alguna oportunidad.

Resulta que alguna vez aparecían en el pueblo ciertos gitanos, por el modo de hablar, que en la plaza de al lado de casa (Plaza Mendiburúa) proyectaban alguna película muda. Eso para el pueblo era un acontecimiento. Bajábamos con bancos y sillas, las poníamos alrededor de la plaza y veíamos la proyección, mientras pasaban con una bandeja, solicitando un aporte.

 El que proyectaba hablaba como mejor entendía que podía aclarar el desarrollo de la película. De mayores ya, cada vez que nos juntábamos los hermanos, a Miguel Angel le encantaba recordarlo, hacíamos mención a una frase que en una oportunidad dijeron: “Ahora es cuando el jicho le dice a la jicha: dame el regalo que te regalí”

Diferentes gentes nómadas aparecían de vez en cuando, exponiendo su arte para conseguir algunas perras. Así, por ejemplo, trapecistas. La verdad es que cuando recuerdo aquellos tiempos, pienso en el Medio Evo y los juglares.

Uno de los sitios más frecuentados por mí era la panadería de Perico Gil. Iba con la cartilla de racionamiento a por el pan que nos correspondía. Iba bien peinado, con una raya perfecta y un bien peinado tupé. A mi madre le encantaba que yo me viera bien, tanto así que llamaba la atención y el Maestro Don Antonio, me ponía siempre como ejemplo a mí y a mi querida madre, que era quien me peinaba. Hablando de mi querida madre, siempre la piropearon por el garbo que tenía caminando.

A lo que iba. El panadero Perico Gil no tenía otro entretenimiento mejor que despeinarme cuando iba a por el pan. Me decía: abre el bolso. Yo lo tenía que abrir con las dos manos y él depositaba con una mano las barras de pan y con la otra me despeinaba el tupé. Me dejó un estigma indeleble.

En aquel entonces era difícil sobrevivir sin pan. Mi madre fue a Sangüesa, donde la conocían y no sé cómo consiguió 12 kilos de pan. Tuvo que traerlos en el tren y parece que pasó desapercibida para la guardia civil, pues en época de racionamiento ¿Quién podía exhibir 12 kilos de pan? Tuvimos pan para muchos días, pues lo administraba mi madre con los mismos criterios de la cartilla de racionamiento.


En una oportunidad, consiguieron en casa una saca de harina (100 Kg.). El panadero nos haría por esa cantidad 100 kg. de pan. La odisea estaba en trasladar la saca de harina desde la harinera a casa de Don Perico Gil. Todo estaba estudiado. Yo iba delante, estudiando el panorama. Cualquier inconveniente que encontrara debía correr y avisar. Era denoche, por supuesto. Logramos sortear al sereno  y al final llegamos felizmente a puerto.

Recuerdo que en una oportunidad mi padre salió a buscar comida. En los pueblitos pequeños es donde mejor sobrevivieron a la crisis, pues aunque tenían la obligación de entregar las cosechas, siempre se quedaban para sobrevivir olgadamente. Además tenían sus hornos de pan caseros, donde horneaban con leñas ogazas de pan blanco, envidia de cualquier hambriento. Era invierno. Había mucha nieve. Mi padre fue a Olaberri, pueblito muy pequeño, de dos familias, transitando a través de los campos. De vuelta, congelado por el frío y con dificultad para caminar por la nieve, estaba a punto de claudicar, cuando un caballo apareció con su jinete bien abrigado. El señor le hizo el favor a mi padre de que se agarrara a la cola del caballo. De esa forma pudo regresar al pueblo.

En el verano, cuando tenía turno de noche, mi padre bajaba a la fábrica a las 10:00 de la noche y mi madre y yo le acompañábamos una parte del trayecto. El iba siempre con la capacha, donde llevaba algo para el desayuno y una bota de un litro de vino para sobrellevar el trabajo. Cuando llegaba a casa por la mañana y mi madre le freía un huevo, él me sentaba en su pierna, cogía un pedazo de pan, y lo untaba en la yema, dándome a mí la mitad de su desayuno.

Algunos años matábamos cerdo. Siempre se hacía en el invierno, pues de esa forma se curaban y conservaban muy bien los jamones y demás derivados. Se hacían longanizas, chorizos, morcillas, rellenos, etc… Eran unos días de mucho trabajo para mi madre. El rabo se dejaba colgando en el fogón. Con él se untaban los bolceguíes y quedaban protegidos contra el quemado de la nieve.

Los domingos iba con mis hermanos a poner cepos para pillar pajaritos. Siempre, pero sobre todo cuando había nieve, andaban buscando qué comer. Si encontraban tierra al descubierto iban a ver y se encontraban en el cepo un anderete por cebo. Al picar, el cepo se disparaba. Cada 15 minutos hacíamos el recorrido, cogíamos las presas y plantábamos de nuevo los cepos.

 Les quitábamos las plumas y, cuando llegábamos a casa, los limpiábamos y guisábamos. Teníamos un rifle y eran muchos los pajaritos que comíamos. En el verano, por la noche, dormían en los árboles. Con una linterna veíamos sus pechuguitas y eran presa fácil. En el invierno dormían debajo de los aleros de las casas.

Otro deporte que me gustaba practicar era la caza de cardelinas con reclamo. La cardelina es de colores bellos y canta maravillosamente. Cogía unos cuantos cardos y los incaba por el suelo en el monte. En el centro, como reclamo, ponía la jaula con mi cardelina. Encima de las cabezas de los cardos, a donde les gusta ir a comer, ponía unas crucetas untadas con liga. La liga es una pasta muy pegajosa, que hay que mantenerla siempre dentro del agua, y enjabonarla antes de sacarla del agua, pues si no se queda pegada entre las manos. 

Se retira uno un poco lejos y espera a que pase una bandada de cardelinas. Cuando eso sucede, la que tengo en la jaula las llama y vienen todas a pararse en las crucetas. Se pegan con la liga y ya no pueden volar. Yo las cogía, pero éstas no las comía, las regalaba a gente que deseaba tenerlas en jaula, por sus colores y sus trinos.

La huerta que tenía mi padre era abonada con los boñigos de caballería que yo recogía en el pueblo. Había prados donde ponían a pacer a las caballerías  y ahí siempre dejaban boñigos. Yo con un saco y una pala los recogía. El mejor abono para las plantas.

En el cuarto obscuro de la casa(por carecer de ventanas), había serrín, leña, patatas. Pimientos secos, pimientos morrones, guindillas y otros, conservados en vinagre en la tinaja, así como aceitunas, preparadas también en conserva. Así durante el año se echaba mano de esos productos.

No se me olvidará nunca el árbol de melocotones. Daba unos melocotones preciosos. Pero esperando a que se maduraran, venían otros y se los llevaban.

De dulce recuerdo son las ciruelas que mi tía Vicenta subía de la Mejana. Eran dos tremendos ciruelos: uno de ciruelas claudias, que son pequeñas y muy dulces y el otro de una variedad que son mayores y no tan dulces. Echaban bando por el pueblo y las poníamos a vender en el portal de la casa. Yo ayudaba a mi prima a vender. ¡Cuántas ciruelas comíamos! ¡Dios mío, qué recuerdos más dulces!

En la época de invierno, como hacía frío, y muchas veces mal tiempo y con nieve, se juntaban en casa generalmente los de arriba, tía Vicenta y tío Florentino y los primos, y en la cocina, al calor del fogón, se jugaba a las cartas, al mus o a la brisca, se charraba de todo, se comía castañas calientes acompañado de un buen vino y se disfrutaba en tertulia amistosa, contando cuentos de brujas, como las de Biortegui. Recuerdos esos tiempos con nostalgia.

Cuando no había reuniones, Miguel Angel me daba para que fuera a comprar cacahuetes e higos secos, que nos encantaban, mientras recortábamos y armábamos preciosas casitas de papel.

Por Navidad, yo iba al monte a recoger musgo y montábamos un Belén precioso. Las palmeras que vendían entre las figuras del Belén me volvían loco, y siempre soñé con ver en la realidad  una palmera. Cuando llegué a la República Dominicana y recorrí desde el aeropuerto toda esa Avenida llena de palmeras, se sació mi espíritu y este es el momento en que las palmeras son parte de mi deleite espiritual.

Por el invierno se dan las setas y yo iba a la Cañonera (uno de los montes de Aoiz) a recogerlas. Eran setas de pino, las únicas que conocía y sabía que no eran venenosas. Las ponía a asar, condimentaba con sal y eran muy ricas, si no para saciarse, al menos para entretenerse.

Aunque el agua del grifo es potable, a mi padre siempre le gustaba ir a la fuente a traer agua fresca para tomar.
Miguel Angel estuvo una temporada sirviendo en Oleta, un pueblito pequeño de dos casas, creo. Yo nunca estuve ahí. Había dos solteronas que le tenían admiración. A veces iba a visitarlas y cuando regresaba nos traía algún huevo que las gallinas habían dejado por el campo. Hacíamos fiesta, aunque a veces venían rotos.

Mi hermano Sinfo y su primo Pedrito ensayaban todos los domingos en casa. Pedro tocaba la laúd y Sinfo la guitarra. Los pueblitos muy pequeños, que no podían darse el lujo de contratar una orquesta, los contrataban a ellos. Recuerdo que en una oportunidad, regresando de uno de esos pueblos, resbaló, pues había llovido, y la guitarra se hizo puré.

Desde el miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Pascua, en mi casa estaba prohibido tocar la guitarra.

Siempre recordaré con nostalgia la Cena de Nochebuena, así como otras festividades y cumpleaños en que nos reuníamos toda la familia y la sobremesa duraba, a veces, hasta el anochecer. Entre café, copas y puros, se cantaba sin cesar, siendo nuestra familia la envidia del pueblo, que acudía alrededor de la casa a escuchar.

 Acostumbraba a pasar por la calle una pianola tocando las nuevas canciones, mediante una manivela que giraba el carrillón, y vendían los cancioneros. Cuántas veces tuve que bajar a comprarlos!. Por diversas razones, esta costumbre de la familia Baztán se está perdiendo. Me produce una incontenible nostalgia.
Fui monaguillo durante años. Uno de mis mayores recuerdos lo constituye el llevar la cruz encabezando una procesión. Yo era demasiado niño para lo que la cruz pesaba, y más bien parecía un borracho caminando, que estuve varias veces a punto de caerme. Qué descanso cuando la procesión llegó a feliz término!

En los excubiertos del pueblo guardaban el carro funerario. Cuando veíamos movimiento es que alguien estaba por morir o había muerto ya. Mariano Arrondo era el encargado. Era taciturno, con cara de pocos amigos. Yo jugaba un día por aquí, cuando otros que se me adelantaron me dieron la noticia de que Mariano colgaba del techo. Mi primera y última vez que veo un ahorcado. Prefiero no describirlo.

Los colchones de entonces eran de lana, y todos los años había que desvaratarlos para barear la lana y así aflojarla, pues con el tiempo se aplastaba. Había que hacerlo en el mismo día barearlo (cardarlo) y coser el colchón, para dormir en él. Mi pobre madre, tan trabajadora, los tenía que coser y yo le enhebraba las agujas, pues ya no veía para eso. Esos primeros días qué cómodo que se dormía.

Cumplí 12 años el 21 de abril. Dos meses después comenzaron las vacaciones de verano. A mí me enviaron este año a servir a Urroz. Este pueblo se encuentra a 8 km de Aoiz y el medio más cómodo de transporte era , en esos tiempos, el tranvía El Irati, que iba de Aoiz a Pamplona, con un desvío, a través del Empalme, hacia Lumbier. Salir de casa por primera vez, hacia un rumbo desconocido, era una sorpresa muy poco grata. Todos los hermanos lo habían hecho ya, con experiencias diferentes. Pedro Mari estuvo en Meoz, no le faltaba la comida, pero lo desbarataron con exceso de trabajo. Miguel Angel estuvo en Oleta  y tuvo más suerte, pues le tocó con unas solteronas que lo adoraban. Lo colmaban de mimos y de comida, lo que en aquellos tiempos de hambre de la postguerra era una auténtica bendición.

Ahora me tocó a mí la primera experiencia. Los sogueros de Urroz se dedicaban a hacer sogas. La labor mía era dar vueltas a una manivela que retorcía los hilos que el soguero iba añadiendo. Según se alargaba la cuerda, con más fuerza había que mover la manivela. Los sogueros eran dos hermanos gallegos, uno casado y el otro solterón. Con éste tenía yo que dormir.

 Recuerdo que en aquel tiempo había una epidemia entre las gallinas que se morían a montones. Era la epidemia de las gallinas tristes, pues se ponían durante unos días, antes de morir, muy tristes. Ellos las mataban antes de que se murieran. Ellos se comían la carne y a mí me daban el caldo.

 Por primera vez me puse un buzo de trabajo azul, de los que usaban los trabajadores en el Irati. Parecía hombre. En el verano, amanecía a las tres y a esa hora me levantaban de la cama. A dar vueltas a la manivela hasta la hora de comer, en que tenía preparado mi caldo,  y de nuevo a trabajar hasta el anochecer, que en el verano era a las diez. Al llegar a casa, tenía que dar de beber a las caballerías y preparar los fardos de cuerdas para hacer sogas al otro día. Tenía que ponerlas a remojo y después golpearlas insistentemente contra unos maderos, para que se deshilacharan, lo cual era indispensable para que luego se unieran bien unas con otras.

 El domingo por la mañana se dedicaba a reparar las máquinas segadoras. Muchas de las láminas cortadoras se rompían al pegar contra las piedras. Yo tenía que sostener fuertemente los soportes, para que el señor quitara los remaches y reinsertara la pieza nueva. Me quedaba sin brazos. Después de comer, hasta la noche tenía asueto. Me iba a una placita y me sentaba en el suelo a descansar. Ni pasaba nadie, excepto una muchacha más o menos de mi edad, que me saludaba siempre con vergüenza pueblerina. Yo con un saludo de una tierna fémina me sentía complacido.

Un domingo por la tarde, aburrido, me fui al río, que pasaba por las afueras del pueblo, junto a la carretera que conducía a Aoiz. Me encaminé por ella, para matar el rato, hasta darme cuenta que, cuanto más caminaba, más cerca estaba de Aoiz. En ese momento decidí no parar la marcha y en tres cuartos de hora estaba en Aoiz. Estaban celebrando una fiesta al estilo Baztán, con los tíos y primos de Albéniz. Estaban en la sobremesa, acompañada de cantos y copas. La sorpresa con que me recibieron me hundió.

 Era ya casi denoche. Unas nubes negras presagiaban lo peor. Tuve que acelerar la vuelta sin disfrutar ni media hora de estancia. Pero aproveché para decirle a mi madre que me sentía muy mal. Entonces ella me señaló que le dijera a los sogueros que me volvía a casa.

Pedro Mari quiso facilitarme la vuelta llevándome en la bicicleta, pero su inseguridad me atemorizaba. Cuando llegamos a Villaveta, a mitad de camino, encontramos la tabla de salvación. Un ciclista reconocido estaba conversando con una señora. El era de un pueblo más allá de Urroz. Le explicamos la situación y amablemente accedió a llevarme.

 Hizo el recorrido con alta seguridad. Nada más llegar a destino, le dije al soguero lo que me había dicho mi madre. Al otro día, lunes, se presentó en mi casa y habló con mi madre para que le permitiera tenerme una semana más. Cuando regresa y viene donde mí, en lugar de pagarme, como esperaba yo, me da la noticia inesperada de tener que aguantar una semana más. Fue una semana de 70 días. 
Cuando ésta pasó, vi llegada mi liberación. Con mi maletita de madera hecha por mi Hermano Miguel Angel, me dirigí a la estación del tren. Apareció un punto en lontananza que, cuanto más lo miraba, menos avanzaba. Finalmente lo abordé. Pronto estaba en Aoiz, con la decidida determinación de irme para el Seminario.

En aquel entonces los vocacionistas de las diferentes órdenes y congregaciones religiosas acostumbraban pasar por las escuelas, tratando de conseguir vocaciones sacerdotales. Entre los muchos que pasaron hubo uno, el P. Belarmino Barreneche or. Carm., oriundo de Azpilcueta que apareció por la escuela. Después de la consabida arenga, preguntaba a ver quién quería irse con él. El maestro Don Antonio le aconsejaba alguno de los posibles candidatos. El se basaba en el aprovechamiento del alumno y en la conducta de la familia. En un pueblo todos se conocen.

 Esta vez yo di el sí. Estaba resuelto a dejar el pueblo y buscar más amplios horizontes. El P. Belarmino le dio a mi madre la lista con lo que yo tenía que llevar. Mi madre le dijo que no podía comprarme todo eso. Entonces él le dio dinero para que me comprara las sábanas, pues, por las recomendaciones del maestro, estaba sumamente interesado en llevarme.



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