jueves, 6 de agosto de 2015

El Último Retoño (II)


Llegó el día. Mi madre me acompañó hasta Pamplona. Tomamos  en la Plaza del Castillo el autobús para la Estación del Norte. No se me olvidará nunca la vergüenza que pasé, pues como hacía mucho calor y aquellos autobuses no eran los de ahora, mi madre se quejaba insistentemente del calor agobiante que hacía. Y no era para menos.

 Llegó el gigante caballo de hierro echando bocanadas de humo. Paró en la estación y tenía que buscar entre los coches de tercera, mis acompañantes, que venían de pueblos más norteños. Se llamaban Martín Laurnagaray, Miguel Mindeguía e Ignacio Oyarzabal. Me hicieron seña, me recibieron mi maleta de madera por la ventanilla y, como pude, abordé el tren. Di mi adiós a mi madre y a Pamplona y partí hacia lo desconocido.

 A las 11 de la noche llegamos a Zaragoza. Nos hospedamos en los PP. Carmelitas de Puerta del Carmen. Para mí todo era nuevo, menos mi maleta vieja de madera. Al día siguiente, temprano hacia la estación. El día entero en el tren hasta Sagunto, donde hicimos trasbordo para llegar a Villarreal de los Infantes.

 La generación más joven no tiene ni idea de lo que eran los trenes de la postguerra. Por eso nosotros no nos quejamos nunca de nimiedades. El que se montaba antes en un tren y más si era de tercera, y para trayectos largos, sabía lo que era pasar las mil y una noches. Los bagones de segunda y primera  jamás los conocí, ni como curiosidad. Los bagones de tercera eran los de los pobres. La unión entre bagones era peligrosa, veías bajo ti la vía. A lo que hacía de baño no se podía entrar y por el agujero veías la vía. El movimiento del tren cuando tenías que caminar, peligraba tu integridad.

 Las ventanas se bajaban, por el calor del verano, y cuando llegaban los túneles, algunos hasta de 5 minutos, entraba todo el humo adentro, aún subiendo las ventanas. Qué ahogo más desesperante! La gente llevaba su comida en cacerolas y fiambreras y era un desastre el panorama que quedaba después de los derrames y suciedades de las comidas. En una oportunidad, pusieron en el estante, encima de mi maleta, una bebida que se derramó, destiñó mi maleta y nos teñimos de rojo.

 Por la parte de Teruel, el tren no podía con una locomotora  y tenían que poner dos. Había lugares  por donde podías apearte y subir al tren sin problema, por lo lento que iba. El tren era un correo que paraba en todas las estaciones. En ellas aparecían vendedores  con todo tipo de mercancías y chucherías. Llegabas a casa negro por el carbón. Los asientos eran de madera e incómodos. Eso sí, era viajar en estado de supervivencia. 

Llegamos a Villarreal de los Infantes, Provincia de Castellón de la Plana y a 6 km. de la capital. Era muy tarde en la noche. A rezar y a dormir. Nos levantamos más tarde , pues era agosto y estábamos de vacaciones hasta septiembre. Por primera vez conocí los impertinentes mosquitos. De día ya, en verano amanece muy temprano, oía diferentes sonidos que me mantenían pensante en un mundo desconocido. Uno de los sonidos fue el de un trencillo que hacía el trayecto de Castellón-Burriana-Onda. Era la famosa Panderola, relegada a la historia hace ya muchos años.

 De repente me sorprendió unas fuertes palmadas y un “Ave María Purísima”, y con un “sin pecado concebida” como contestación, todos arriba.

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